PRIVILEGIOS MASCULINOS



Los privilegios masculinos son aquellas ventajas de que gozamos los varones sobre las mujeres por derecho de nacimiento. Están tan naturalizados que cuesta imaginar que fueron imponiéndose por la ley de la fuerza y que se mantienen como norma cultural que reproducimos hombres y mujeres aunque solo nos beneficien a los primeros. Son un patrón de relación que, cuando es cuestionado, justifica en muchos países que caiga todo el peso de las leyes más misóginas sobre las infractoras; en el nuestro sirve de justificación a muchos hombres que usan la fuerza física para someter a sus parejas. 

Estos privilegios masculinos están incorporados en los procesos de socialización y, como el agujero en la capa de ozono, atentan contra nuestra salud aunque usemos protectores solares. Son ventajas cotidianas que los hombres acabamos interiorizando como posición privilegiada y que por lo general pasan desapercibidas para quienes las disfrutamos y también para muchas de las mujeres que padecen sus consecuencias. Son tan habituales que no siempre son visibles si no se les presta atención, pero necesitemos identificarlos para entender cómo los interiorizamos, mostrar las desigualdades que sostienen y diseñar estrategias para erradicarlos. 

Siempre que pedimos a grupos de hombres y mujeres que nos ayuden a identificar los privilegios masculinos con los que han tenido o tienen que vivir en su experiencia familiar, sexual, laboral o social —cosa que hacemos en muchos talleres—, constatamos que a los varones les cuesta más verlos que a las mujeres, y que mientras ellos acostumbran a enunciarlos en bloques ellas suelen enumerar largas listas de situaciones en las que sienten que las discriminan, o en las que les toca asumir una serie interminable de tareas y responsabilidades que entienden que deberían ser compartidas por sus parejas o sus compañeros de cama, trabajo, actividad o militancia. Son muchos los ejemplos que salen en los grupos de trabajo, pero me limitaré a poner algunos de ellos para dar una idea de lo que esta propuesta suele desvelarles: 

• Familiares: Los hombres reconocen que siempre los han cuidado más de lo que ellos han cuidado. Desde niños han gozado de más independencia y de adultos disponen de más tiempo libre. Acostumbran a delegar o escaquearse de lo cotidiano y de la atención a las personas dependientes, y son conscientes de que se valoran más sus esfuerzos corresponsables. 

• Sexuales: Es improbable que los hombres sufran una agresión sexual, se les supone el deseo, se espera que tomen la iniciativa y no choca que deleguen la responsabilidad por la anticoncepción. La promiscuidad les prestigia y no los estigmatizan ni la afición al porno ni el consumo de prostitución. Pero el mayor privilegio que conservan es que la penetración siga siendo sinónimo de relación sexual completa. 

• Laborales: La división sexual del trabajo hace que las cargas familiares limiten la empleabilidad de las mujeres y que la paternidad incremente la de los hombres, que los hombres suelan tener más fácil el acceso al trabajo, que sean menos cuestionados, que se les valore más y que se reconozca su autoridad. Es decir, que encuentren más fácil ascender y que cobren más hasta por el mismo trabajo.

• Sociales: El riesgo a ser agredidos es bajo. La división sexual del trabajo condiciona el tiempo disponible y la vida suele cambiarles poco por la paternidad, lo que les convierte en dueños del espacio público. Si a todo esto añadimos que su opinión se considere neutra y esté más valorada y que acostumbren a monopolizar el uso de la palabra, entenderemos sus resistencias a la igualdad. 

Por lo que vemos, los privilegios masculinos lo tiñen todo. Son parte de ese discurso cotidiano que nos dice lo que somos y lo que debemos ser, constituyen el germen de la violencia contra las mujeres y contra lo diferente, y son una falsa marca de importancia para situarnos en el poder. 

Jordi Cascales, un valenciano que nos invita a combatir los privilegios masculinos, distingue entre los privilegios no ganados (el valor social que nos otorga la sociedad por el hecho de ser hombres) y el dominio consentido (la potestad y legitimidad para ejercer poder). Y nos dice que detectar el dominio consentido es relativamente fácil y podemos combatirlo evitando aprovechar nuestra posición o rechazando sus prácticas. Depende de nosotros que evitemos imponernos, que desacreditemos o no a quien es diferente, que consintamos o no los chistes machistas o las formas de negociar desde la desigualdad... Pero también nos recuerda que es más difícil desprenderse de los privilegios no ganados porque forman parte del valor social superior que se nos otorga por el hecho de ser hombres. Podemos observarlos cuando se busca a alguien para que desempeñe actividades que requieren de fuerza física, o cuando percibimos la alerta en cualquier mujer con la que nos cruzamos en una calle solitaria, aunque ni se nos pase por la cabeza constituir una amenaza. En estas y otras situaciones se nos ve y se nos trata en base a prejuicios sociales que nada tienen que ver con nuestra actitud ni nuestros actos, y su erradicación pasa por cambiar los valores que hacen que nos vean y nos veamos como privilegiados. 

Somos conscientes de que la igualdad no queda relegada porque sea secundaria, sino porque no tiene los apoyos suficientes. Por eso, cuando se rechazan los privilegios masculinos más escandalosos, es preciso llamar también la atención sobre aquellos comportamientos masculinos "normales" que son los privilegios cotidianos en los que brotan los micromachismos: las armas y tretas que usan los varones, de forma no siempre consciente e intencionada, pero que tanto contribuyen a mantener su hegemonía sobre las mujeres.



José Ángel Lozoya Gómez
Miembro de la Red y el Foro de hombres por la igualdad


LOS ATENTADOS SOLO SIRVEN PARA HABLAR DE ATENTADOS


Ocurrió tras la caída de las Torres Gemelas, tras el 11M, tras el atentado de Londres, tras los de París, y ahora tras el de Bruselas. Siempre que ocurre igual, sucede lo mismo. Tras las imágenes de muerte, de las que algunos hasta llegan a afirman poseer “las mejores”, nos toca soportar la gran parafernalia mediática que hace desaparecer de nuestros ojos todo lo demás. A los análisis típicos y tópicos, les siguen los típicos discursos llenos de tópicos: que si la unidad frente al terrorismo, que no lograran destruir nuestros valores, que nosotros acabaremos con esta lacra, etc., etc.

Como sabemos que no hay mayor ciego que el que no quiere ver, podemos concluir que los gobiernos europeos están abarrotados de personajes con carencia voluntaria del sentido de la vista. Saben que en estas trágicas circunstancias, a su favor juega la brutalidad inherente a todo atentado, lo que difuminará cualquier posibilidad de crítica a su actuación. Son conscientes de que para los occidentales, no valen lo mismo unos muertos que otros, y se aprovechan de esa percepción. Por eso nadie pensará en sus responsabilidades como gobernantes occidentales, y así se sienten libres para dar rienda suelta a sus declaraciones, a garantizarse horas de programación televisiva, a repetir frases hechas sin necesidad de aportar ninguna clave, a sentirse políticos sin necesidad de hacer ningún análisis, sin tener que buscar las causas ni los porqués.

Los gobernantes occidentales han cometido verdaderas barbaridades, y no solo el famosos trío de las Azores, también muchos de los actuales dirigentes siguen cometiéndolas, que para eso ellos dirigen "países civilizados", frente a quienes comenten los atentados, que pertenecen a países pobres y débiles. A esos dirigentes no les duelen igual nuestros muertos que otros muertos, aunque sepan que todos los muertos son igual de injustos. Ahora, tras un atentado, saben que lo que más vende son las palabras vacías, la propaganda política, la charlatanería sin escrúpulos. Y como no, algunos también se sienten legitimados para aprovechar el terrorismo como arma arrojadiza en la política nacional.

El mundo no funciona bien, porque mientras unos pocos se enriquecen, a otros simultáneamente los estamos condenando a la muerte y la miseria. Pero para superarlo, a los occidentales nos basta con cerrar los ojos, con no enterarnos. Incluso algunos hasta se permiten defender los intereses de los que así se enriquecen, convencidos de que son los verdaderos creadores del empleo. Después nos alarmaremos y sorprenderemos con los atentados, con las muestras y manifestaciones de odio a occidente, olvidándonos de que ellos son los mismos a los que antes hemos condenado a la muerte y la miseria,. Nos extrañamos como si pensáramos que aún les queda algo que perder. Hasta se llegan a utilizar los atentados para justificar que debe seguir aparcado cualquier intento de un mínimo reparto de la riqueza en el mundo. 

A los europeos, los arboles nos impiden ver el bosque. ¿Dónde se ha quedado nuestra dignidad? ¿Y nuestra vergüenza? Aunque solo fuese por prudencia, deberíamos analizar las causas de los problemas, y no limitarnos a describir solo sus síntomas. Nos conformamos con manifestar nuestra opinión vacía de “algo habrá que hacer”, sin preocuparnos de buscar las causas por las que un país es saqueado. Somos ciudadanos de países ricos, y ya tenemos suficiente con discutir si quienes huyen de sus guerras, son refugiados o no pueden tener esa calificación entre nosotros. Somos superiores, y nos basta con saber su nacionalidad, su religión, su nivel de formación o su cuenta corriente, para decidir entre darle la bienvenida o colgarle el cartel de potencial terrorista y cerrarle las puertas.

Vivimos las consecuencias de que nuestro mundo sea gobernado no por la política, sino por el poder económico, y mientras los ciudadanos guardamos el silencio de los cementerios. Tanto los atentados de Bruselas como los anteriores, como la crisis de los refugiados, o las guerras silenciosas, son solo consecuencias de esa realidad. No es que los gobiernos europeos no sepan combatir los extremismos, de los que conocen sus apoyos, cuales son los países de entrenamiento, y cuales sus financiadores. Lo cierto es que existen sencillamente porque a ese poder económico no le interesa su desaparición. En el siglo XXI, en el que somos capaces de conocer la trazabilidad (desde su origen a su consumo) de una lechuga que llega a nuestra mesa, no podemos decir que desconocemos donde se fabrica un arma, por donde se transporta, quien cobra por su comercialización, o en que manos acaba siendo utilizada.

Claro, que una vez expuesta esta reflexión, me pregunto que si la petición de que eso cambie, la hace un español, un europeo residente del país en el que en la corrupción y en el enriquecimiento de algunos de sus gobernantes, está la causa de la pobreza de muchos de sus conciudadanos, y donde a pesar de ello, una mayoría de población sigue votando a los responsables de esa situación, solo puede tratarse de alguien que cree en las quimeras.

Una petición colectiva seria diferente, aunque creo que con igual resultado.




Antonio González Cabrera.

¿CUIDAN LOS HOMBRES DE SUS MAYORES ?


Todas las personas queremos llegar a viejas sin envejecer, aunque con los años suelen llegar los primeros achaques, y antes o después la necesidad de ayuda para un número creciente de actividades. Todas podemos acabar necesitando ayuda hasta para lavarnos, controlar las necesidades o utilizar el servicio. En estos casos suele ser la familia la que se encarga del cuidado y casi siempre lo asume una mujer sin que medie ningún acuerdo explícito previo, por lo que los cuidados siguen estando en manos de la comunidad y no del sistema formal de salud.

El impacto sobre la salud de las personas cuidadoras es muy grande. Su vida puede llegar a girar en torno a un ser querido cada vez más dependiente, se sienten atrapadas y con sentimiento de culpa, van perdiendo las amistades, apenas salen con sus parejas y necesitan descansar. Los recursos económicos son clave para satisfacer muchas de las necesidades de las personas dependientes y de sus cuidadoras; permiten contratar ayuda, conciliar los cuidados con la vida laboral y social, reducir la conflictividad familiar y atenuar la desigualdad entre hombres y mujeres. Pero la mayoría de las personas que precisan cuidados no aportan ayuda económica, y si la prestan no suele cubrir lo que se gasta en sus cuidados. Para colmo, los recortes de ayuda a la dependencia de los últimos años han sobrecargado a las familias en general y a las mujeres en particular.

Dada la influencia del género en la distribución de las actividades públicas y privadas, productivas y reproductivas, el hombre sigue muy vinculado al ámbito productivo y sigue muy extendida la idea de que las mujeres son las proveedoras naturales del cuidado. La idea misma de la discapacidad está condicionada por el género. Vemos a muchos hombres mayores que enviudan y son incapaces de hacer las tareas domésticas que hacían sus esposas; aunque no tienen ninguna discapacidad física es evidente que tienen una discapacidad de origen social que se puede atender con cursos de formación para que aprendan a cuidar o cuidarse. La mayoría de los varones están acostumbrados a que primero los cuidara su madre y más tarde su pareja, dedicándoles tiempo, cariño, respeto y apoyo. No necesitaron aprender a cuidarse ni a cuidar de otras personas, lo que ayuda a explicar que solo un 15% de quienes consideramos responsables del cuidado de una persona mayor dependiente sean hombres.

Los hombres se ven menos presionados que las mujeres para asumir esta responsabilidad, sobre todo menos que las hijas solteras y las viudas, que son las quienes más sufren el mandato del "deber de...". De hecho, aunque la mayoría de las y los cuidadores de mayores creen que hombres y mujeres pueden cuidar por igual, si les preguntamos quién prefieren que les cuide en su vejez son cinco veces más quienes prefieren que lo haga una hija a que sea un hijo. La evolución que hemos vivido en los modelos de familia y en el rol social de las mujeres no se ha visto correspondida con un incremento equivalente de la implicación de los hombres en lo doméstico, agudizando la crisis del sistema informal de cuidados y las desigualdades entre los sexos.

Aun así el número de cuidadores aumenta lentamente, sobre todo entre quienes tienen una red familiar reducida, los casados, los parados, los pensionistas y los jubilados. Aunque sigue habiendo diferencias, hay cosas que ellos no saben hacer y
acostumbran a recibir más apoyo de otras mujeres de la familia; también suelen delegar, más que ellas, algunos cuidados personales como el lavado o el cambiado de pañal.

Lo principal es la experiencia personal de cuidar y ser cuidado, pero esta actividad humana, tan importante, puede ser tan satisfactoria como dura. El cuidado de los mayores puede ocupar muchos años, las grandes dependencias suponen una dedicación de unas once horas diarias, y es preciso corregir los desequilibrios entre hombres y mujeres. La experiencia del cuidado tiene un gran potencial transformador que posibilita una redefinición de roles de género. Quienes se implican en la crianza y en lo doméstico aprenden a cuidar, a cuidarse y a ponerse en el lugar del otro para satisfacer sus necesidades, lo que propicia que tengan mejor disposición a cuidar de sus mayores.

El cuidado a los mayores es un reflejo de las prioridades de una sociedad y de sus desigualdades y necesitamos revalorizar el derecho a cuidar a los seres queridos anteponiendo las necesidades humanas a las del mercado, un cambio con profundas
implicaciones éticas que requiere igualar las oportunidades en el mercado de trabajo que penalizan a las mujeres, políticas públicas adecuadas y medidas educativas y de sensibilización social. Aunque la cobertura pública del cuidado fuera universal, la familia seguiría siendo la principal cuidadora, pero hemos de lograr que cuidar y dejarse cuidar sea una decisión libre en un reparto equitativo. Hacen falta políticas públicas a medio y largo plazo; también más recursos y mejor coordinados, que promuevan la independencia de las personas dependientes y alivien la carga de quienes las cuidan.

No obstante, la participación creciente de los varones en el cuidado cuestiona las atribuciones de género; invierten en él cantidades similares de tiempo y muestran que las diferencias en cuanto al tipo de tareas de cuidado o de responsabilidad sobre la persona atendida son menores de las que cabría suponer. Es decir, que cuidan o pueden cuidar cuando han de hacerlo. La población va a seguir envejeciendo, y para incrementar la implicación de los varones hemos de combatir las expectativas no escritas sobre quién debe cuidar, admitiendo que los hombres aprendemos a hacer todo lo que nos interesa.

José Ángel Lozoya Gómez
Miembro del Foro y de la Red de hombres por la igualdad

Sal de Cabo Verde (si puedes).


¿Alguno de ustedes ha viajado a un paraíso turístico y se ha visto metido en una “tourist trap”? En Cabo Verde todo es posible gracias a la especulación de los touroperadores y mayoristas. Algo así sucedió un verano de 2014 en Sal.
Situada al Sur del Trópico de Cáncer y al Este del archipiélago caboverdiano, la pequeña isla de Sal es el destino ideal de playa para los turistas que ya han visitado San Vicente y Santo Antao. El salto en avión es fácil y la tentación de llegar al paraíso que venden los folletos nos hace sentir ya el oasis, los cocoteros, los limones de Fa. Su encanto reside en unas playas kilométricas aptas para el buceo, y en una mina de sal que ya no está en actividad pero apta para un baño.
La opulencia caribe que tienen las playas salinas supera, es verdad, a las playas europeas. Pero, árida y desolada, Sal no tiene en su interior atractivo alguno. Es una isla plana, escasa de agua. No tiene cocoteros ni relieve, salvo algún morro pelado. En algún paraje desolado recuerda a los Monegros. En cuanto a la población, mestiza y criolla, se vino a poblar esta isla desierta de Dios y, en los últimos años, han arribado obreros de otras islas y artesanos senegaleses, malviviendo de la oferta turística internacional. La capital, Espargos, carece de interés turístico alguno. Al menos tiene el aeródromo.
En la parte Sur de la isla se encuentra la colonización de la llamada “horda dorada”. Es en Santa María, junto a su playa, donde se han construido varios complejos hoteleros o resorts. Algunos recuerdan al modelo caribeño, otros han adoptado una arquitectura en algo parecida a las mezquitas de Mali. El resultado es un falso exotismo para turistas adocenados, un pastiche. Es aquí donde se concentran las agencias de buceo y de rutas de aventura.
Nuestra impresión, al recorrer los restaurantes casi vacíos pero elegantes y “jamaicanos” fue la de encontrar un pueblo africano polvoriento pero maquillado para la ocasión. Los hotelitos con unas piscinas azul liberal y unas hamacas blancas (el color bueno) no se veían ocupados por turistas. En la puerta de algunos hoteles los taxistas miraban sin ver la calle donde unos gallinazos se disputaban las sobras. ¿Qué ocurría en Santa María?
En una tienda senegalesa, Akuaba, cerca del muelle, encontramos utensilios del Africa continental: Camerún, Ghana, Senegal. Enseguida el vendedor, Mamadou, pega la hebra con nosotros: “El negocio va mal, los turistas se han ido a Boavista, “il n’y a personne ici”. ¿Volver a Dakar? Mais non, Dakar es Francia, y el campo está peor, no trabajo. En Cabo Verde no son africanos, quieren ser portugueses, sí. Ven la tele de Portugal, beben cerveza Sagres. Católicos y tristes, verdianos, no quieren a los africanos.
Le compramos a Mamadou un cucharón de ébano, después de regatear con un té delante y salimos al muelle de madera, a la luz de Sal. Es el punto de reunión de la gente, aquí están con las cañas de pescar, o charlando, o jugando con los chiquillos morenos que se zambullen en el agua. El mar tiene unos colores increíbles, un agua cristalina y opalina, en tonos verdes y violetas. De aquí parte una suerte de paseo marítimo para pasear a la caída de la tarde, evitando los perros vagabundos y amarillentos.
Salinas de Pedra de Lume.
A unos 20 kilómetros al Norte queda Pedra de Lume, una población fantasma, con sus barracones y almacenes abandonados, donde queda algún barco oxidado en el muelle. A pesar de todo queda un bonito restaurante sin clientes y la opción de bañarse en las pozas de sal. Un mulato fornido ofrece un servicio de masajes a las pocas francesas que han venido con nosotros en el van desde Santa María.
La visita a estas instalaciones industriales tiene su interés. Aunque dejaron de funcionar en 1985, el entorno ha sido declarado Parque Natural. A las balsas de agua salitrosa se llega por un túnel o buraco y, al salir al cráter anegado en agua rosada y blanca, vemos una especie de teleférico con torres de madera y vagonetas caídas. Pasear por el borde de las salinas permite tomar unas estupendas fotos y contemplar los pelícanos. Al meternos en las aguas rosadas escuece todo, es la sal de la Tierra que nos cura, nos lava. Los cuerpos flotan como en el mismísimo Mar Muerto.
Luego de un baño terapéutico almorzamos en el restaurante Cadamosto una espetada de pescado y una sopa “a la portuguesa”. Se impone después una ducha para quitarnos las huellas salinas, y compramos a los niños unas curiosas pedras grises, salitrosas.
Hotel California.
Es de noche cuando el taxi nos lleva al hotel Sab Sab Sal en Santa María. A unos diez minutos andando al muelle de madera, junto al mar oscuro y ominoso, el sitio parece ser “fancy”. Acogedor y bien amueblado, con una buena piscina y alegres cuartos, pista de tenis y gimnasio (según reza el folleto).
Allí en recepción espera ella, tomando la campanilla en su mano con un suave roce, y me sonríe sin expresión. Luego del check-in me conduce por el corredor, con una vela en la mano. Yo pensaba para mis adentros “esto puede ser el Cielo o el Infierno”. Igual fue mi imaginación pero oí voces en la planta de abajo que parecían decir: “Welcome to the Hotel California, such a lovely place, such a lovely face”. Ni que decir que pasé mala noche a causa de los mosquitos, de la cancioncilla y del viento en los pasillos. Al asomarme al balcón, en la madrugada, ví unos pálidos galgos de ojos amarillentos rondar en la playa.
A la hora del desayuno cuatro camareros oscuros vestidos de blanco me sirvieron el único desayuno del hotel. Distraído aún por los efluvios nocturnos no caí en la cuenta de ser el único cliente vivo del local. “Plenty of room at the Hotel California” pensé. Mi cabeza me pesaba, de modo que terminé las papas cocidas y el bacon y salí a la alegre piscina. Nadie por aquí, nadie por allá. El quiosco de scuba diving muestra los trajes de buceo meciéndose en el aire caliente, sin empleado para atenderme. Vuelvo mis pasos al bar, donde seis camareros están mirando la tele, y le pido al barman una copa de vino. “No tenemos esa bebida aquí desde 1969 señor” me responde. Es parte de la canción de The Eagles: “We haven’t had that spirit here since 1969”. No puede ser, vuelve a sonar en los altavoces de la piscina la cancioncilla: “sweet summer sweat” y también “esas voces que te llaman desde lejos en mitad de la noche”. Absurdo, sólo soy un turista pero…
A la tarde decido dejar el Sab Sab y sus fantasmas. Al llegar a recepción la chica morena de la noche anterior me sonríe con una copa de champán con hielo en la mano. Con una mirada adulta me indica si subimos a mi cuarto, pero pido la cuenta. Entonces me dice en inglés lo que ya me temía: “We are all just prisoners here of our own device, relax, you can check out any time you like but you can never leave”.


Francisco Ortiz
1 de marzo de 2016