Aborto es sagrado



El título del post es uno de los lemas que escriben en sus cuerpos las integrantes del grupo Femen. La finalidad del mismo es convertirlo en un arma ilustrativa de la opción que defiendo. Quiero comenzar avanzando mi posición: yo no soy partidario de la interrupción del embarazo, pues cuando el individuo aún no ha nacido, no considero que sea igual a cero, sino que es potencia. Pero entiendo que esta que es una opción moral mía, producto de mis más convicciones religiosas e ideológicas, no convierte en ilegales e inmorales la de quienes mantienen una opción diferente. Y entiendo además que la moral no es divina, objetiva y absoluta, sino humana, subjetiva y relativa. No puedo suscribir por tanto una ley de interrupción del embarazo que no reconozca ni permita la disidencia en este asunto y condene a personas por tener una posición moral diferente.
A mí entender la interrupción del embarazo no es asunto de derechos subjetivos, sino que cae dentro del ámbito de las libertades. No es una cuestión referida al derecho a la vida, ni al derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo, ni una cuestión de derecho reproductivo ni al derecho a la felicidad. Se trata de una cuestión de ejercicio de la libertad de conciencia. Ambos conceptos –derechos y libertades− tienen un sentido preciso y diferente. El derecho subjetivo es el poder, la capacidad, que el ordenamiento jurídico concede a los individuos de poder exigir a terceros una conducta positiva o negativa de hacer o de no hacer; la libertad, sin embargo, es la capacidad del individuo para obrar según su propio criterio o voluntad, sin que les pueda ser impuesto el deseo de otros de manera coercitiva. El derecho es un poder otorgado, la libertad una potencia innata. 
La libertad de conciencia es tolerancia. Significa la contemplación del individuo por otros desde el exterior de su otredad. Es reconocimiento del otro, respeto por la diferencia y por la pluralidad. Es capacidad para comprender y para hacerse comprender. Es moderación y templanza. Reconocimiento y la tolerancia son la única posibilidad de convivencia. Y esta tolerancia debe ser también entendida en relación con quien en ese momento sólo es potencia. Pero la libertad de conciencia también es responsabilidad, en cuanto componente básico del comportamiento moral −que sólo responde a la moral propia− y surge de la cercanía con el otro. Y no hay mayor cercanía que la de la madre con el feto que lleva en su vientre.
Entendida la interrupción del embarazo como un ejercicio de la libertad de conciencia ésta abarca tanto la libertad psicológica o libertad de decisión, como la libertad moral o libertad de elección. El poder o capacidad de decisión sobre el embarazo así concebido la mujer lo tiene de manera originaria, es innata a ella, sin necesidad que le sea otorgado por otro. Desde esta concepción la interrupción del embarazo es el ejercicio de una potencia que ya se tiene, no el otorgamiento de una poder del que la mujer carece. En el ámbito ce la libertad de conciencia, por ello, la decisión de interrumpir el embarazo se mantiene en el ámbito interno de cada mujer, que reclama la no injerencia de terceros en la adopción de su decisión. Esta concepción de la interrupción del embarazo trae la decisión al ámbito de la democracia (libertad), sacándola del ámbito moral (derecho). Y ello sólo es posible con una ley de plazos. La desnormativización de la decisión contribuye, además, a disminuir la intensidad del conflicto.
La interrupción del embarazo concebida como un derecho subjetivo niega que la mujer tenga la soberanía para decidir sobre su embarazo que otorga la libertad. Significa, por el contrario, una capacidad que debe ser otorgada, autorizada, por otro. La mujer sólo tiene entonces un resto de ese poder, un poder decidir en los supuestos previamente autorizados para ejercer el derecho, no su derecho, de interrumpir el embarazo, con independencia de lo que le dicte su voluntad. Transforma una cuestión de conciencia en una cuestión de voluntad de otro.
Esta concepción coloca la decisión interruptiva en el ámbito de la moral, por lo que la cuestión se plantea como una lucha por la hegemonía entre dos concepciones morales opuestas. La decisión así adoptada es arrancada del ámbito íntimo de la mujer, para ser situada en el centro del ágora como objeto de debate moral −de una moral normativa concreta−, de debate político y de debate social. Y aboca inevitablemente en una contienda entre partidarios y opositores: unos reivindicando su derecho a que el Estado permita un hacer, un hacer concreto (abortar); otros reclamando que el Estado lo impida. Implica siempre la existencia de un perdedor. La autorización o prohibición del aborto –en definitiva de la libertad de conciencia de la mujer− queda entonces sujeta a la correlación de fuerzas que en cada momento exista en el Parlamento, convirtiéndose en un combate eterno, de cambiante resultado en función de aquella correlación, que conduce a una confrontación estéril y sin solución.
Una ley del aborto que se apruebe desde una concepción moral unívoca y restrictiva, como la del PP, que impide a las mujeres ejercer su libertad de conciencia, es un signo de intolerancia y de inmadurez democrática. Una ley así concebida considera a la mujer como un ser inferior necesitado de tutela, a la vez que establece la supremacía de una opción moral normativa, con la única autoridad y legitimación de los poderes institucionales que la sancionan y aplican. Además estigmatiza y decreta la separación moral de aquellas mujeres que adoptan tal decisión. Separación que se convierte además en distancia social. Una ley, como la aprobada, que nace desde una pretendida razón de defensa de la vida y enarbola como bandera la responsabilidad moral, no es más que un residuo irracional e inmoral que penaliza la vida y suprime la responsabilidad que dice defender. Una prueba de ello la proporciona su libertino y mentiroso título: ley de protección de la vida del concebido y de los derechos de la mujer embarazada.
El aborto es un asunto de estado, debido a las graves implicaciones y consecuencias que acarrea a las mujeres que deciden interrumpir su embarazo, que requiere un pacto institucional para evitar el vaivén pendular de la correlación de fuerzas existente en cada momento. Una sociedad democrática y ética, además, debe facilitar a las mujeres un contexto que le permita ejercer en libertad la decisión de interrumpir su embarazo, sin que éstas deban soportar los costes adicionales de criminalización, sufrimiento psíquico e incertidumbre que acarrea una legislación restrictiva o prohibicionista. La realidad social respecto a la mujer que decide interrumpir su embarazo debe ser un escenario suave, que la cuide en ese difícil trance y le ayude a restañar sus heridas, para lo cual debe existir una dotación de recursos económicos suficiente. Las mujeres necesitan cuidados, no que salven sus almas.


Francisco Soler

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